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Zola Cervantes

Pulso de Boyle Heights

Guardo en la maleta cosas que puedo llegar a necesitar durante el viaje de fin de semana, como libros de texto, tareas escolares, mi pasaporte de Estados Unidos y un par de cambios de ropa. He realizado este recorrido más de cien veces y conozco cada punto de referencia a lo largo del camino.

Durante los últimos seis años, mi madre, mi hermano y yo hemos dedicado muchos fines de semana a conducir hasta México para visitar a mi padre, que fue deportado y ahora vive en Baja California.

Después de salir de Los Ángeles, siempre nos detenemos en la misma parada de descanso entre San Onofre y Oceanside. Mi hermano de 11 años, Tines, se aburre y comienza a pegarme y a molestarme hasta que se cansa o yo me enojo. A veces, mi madre nos grita pidiéndonos que dejemos de pelear.

Cuando llegamos a la frontera por la noche, lo primero que vemos son las intensas luces urbanas de Tijuana que contrastan con los pequeños pueblos oscuros diseminados por el territorio estadounidense. Al final, después de cuatro horas y media, llegamos a la casa de mi padre.

La separación define la rutina de mi familia: el estrés, el tránsito, las bienvenidas y las despedidas. Me entristece darme cuenta de que mi familia ya no puede desayunar toda junta antes de ir a clases ni que mi padre puede llevarme o recogerme de la escuela todos los días.

Mi vida cambió para siempre una noche de primavera.

Tenía 10 años y estaba por irme a dormir a mi habitación cuando sentí susurros preocupados en la sala. Aunque era pequeña, podía sentir la tensión. Sabía que algo no estaba bien, pero al final terminé durmiéndome. Más avanzada la noche, me desperté con sirenas de policía, la luces rojas y azules que penetraban la noche y el silencio de mi propia habitación.

Zola Cervantes con su padre Gilberto Cervantes Pulido y su hermano Tines. Foto cortesía de la familia Cervantes.

Entré en la sala y vi a un agente de policía hablar con mi madre, que estaba sentada en el sofá llorando. Mi padre no estaba y no sabía por qué. Había policías registrando la casa. Ese fue el momento en que finalizó mi niñez. Nada sería igual desde entonces.

Cuando llegamos a la casa de mi padre en México, siempre tocamos el claxon. Cuando él sale y saluda, podemos escuchar a los perros ladrar. Nos recibe con: “¡Hola, mis enanos!”.

Mi padre tiene 46 años y no es tan alto como en mis recuerdos. Su cabello está más canoso y se pueden observar más arrugas alrededor de los ojos. Vivir sin nosotros durante estos seis años también ha dejado marcas en él. Tan pronto nos saludamos, es como si nunca nos hubiéramos separado.

Siempre nos pregunta por la escuela y le cuento sobre mis clases, mi trabajo como periodista del Pulso de Boyle Heights y las nuevas canciones que estoy aprendiendo en la guitarra. Mi hermano habla sobre fútbol, sobre conectar un jonrón en el partido de béisbol y sobre aprender nuevos ritmos en la batería. Mi padre quiere saber sobre mi futuro y las cartas que espero de las universidades.

No hemos vivido juntos como familia desde la noche en que tuvo lugar una pelea en nuestra casa. Al intentar protegernos de un compadre amigo de mi tía, mi padre sacó una pistola que no le pertenecía.

Zola Cervantes con su padre Gilberto Cervantes Pulido en la playa de Tijuana cerca de la frontera con EEUU.

Cuando llegó la policía, mi padre fue arrestado y más tarde procesado por asalto con un arma de fuego y posesión de un arma no registrada. Mi padre era residente permanente y estaba casado con mi madre, una ciudadana estadounidense, pero nunca había solicitado la ciudadanía. Mi padre no se dio cuenta hasta meses más tarde de que un residente permanente podía ser deportado por esta infracción.

Mi padre pasó la noche en la cárcel y luego fue dejado en libertad bajo fianza. La fecha de comparecencia ante el juez fue el día de mi graduación del quinto grado. En su juicio, fue declarado culpable de blandir un arma no cargada y condenado a un año en la cárcel. Cumplió parte de su condena y luego lo trasladaron a un centro de retención de inmigrantes. Unos meses después, lo deportaron a Tijuana. Mi padre nunca pudo ver mi graduación de la escuela primaria ni de la secundaria. Cuando me gradúe de la preparatoria el próximo mes de junio, tampoco podrá estar allí.
Según mi madre, mi padre no quiso apelar su condena por temor a permanecer encarcelado durante años antes de que su caso llegara al tribunal. “Quería poder ver a los niños y pasar tiempo con ellos y conmigo”, dice mi madre. “Por eso, pensó que lo mejor era firmar los papeles para la deportación”.

Mi padre fue uno de los 400,000 inmigrantes deportados en 2010 bajo la presidencia de Barack Obama.

Ahora vive en Rosarito, Baja California. Deseaba estar cerca de la frontera y eligió esa pequeña comunidad sobre la playa porque allí hay fuentes de trabajo y no es un lugar tan peligroso ni urbano como Tijuana.

Vive en una casa a medio construir de una sola habitación en la zona residencial de la ciudad, con una pequeña vista al mar. Trabaja en un taller de arreglo de carrocerías donde gana aproximadamente 200 dólares por semana y paga 42 dólares por mes de alquiler. Cuando lo visitamos, mi hermano y yo dormimos en una casa rodante estacionada en la propiedad.

A lo largo de los años, nos hemos adaptado a vivir solos con nuestra madre y a tener un solo ingreso. Mi madre tiene dos empleos, como maestra de preparatoria y como profesora de arte en un colegio comunitario. Algunos días llega a casa después de las 11 de noche.

He tenido que asumir más responsabilidades en cuanto a los quehaceres del hogar y mostrarme fuerte tanto para mi madre como para mi hermano. Cuido de mi hermano mientras mi madre trabaja y voy y vengo de la escuela en Metro. Colaboro con las tareas de la casa y de alguna manera encuentro tiempo para hacer mis tareas escolares y participar en actividades extracurriculares.

La vida de mi madre cambió completamente después de la partida de mi padre. “Es mi esposo”, dice. “Le hablaba sobre cosas cotidianas, problemas que había que solucionar, como los arreglos a la casa o al carro. Era parte de mi estructura de apoyo”, señala. Pero ahora debe apoyarse en ella misma y en mí para recibir ayuda.

Antes de que deportaran a mi padre, siempre pensaba en él como el guardián del hogar. Pero después de su partida, a veces me despertaba por las noches pensando que había oído el portón de entrada y que alguien estaba intentando entrar.

Mi hermano solo tenía cinco años cuando mi padre fue deportado, por lo tanto, no tiene recuerdos específicos de nuestra vida todos juntos en familia. Dice que está acostumbrado y “que no lo hace sentirse diferente”. Pero es el único tipo de vida que mi hermano conoce.

Mi familia habla sobre la posibilidad de mudarnos a España para poder estar todos juntos otra vez, pero yo estaré estudiando en la universidad. Por lo tanto, excepto durante las vacaciones, no sé si en algún momento volveré a vivir con mi padre. Nunca podré recuperar esos años, pero espero que mi hermano pueda vivir otra vez con ambos de nuestros padres.

Con las nuevas políticas de deportación ampliadas por el presidente Donald Trump, me preocupa que haya más niños que deban crecer sin uno de los padres. Algo que no le deseo a ningún niño.